Al final no resultó catastrófico como me lo esperaba.
El avión a São Paulo salió al filo de la medianoche, tal y como lo habían anunciado los empleados de la aerolínea. Eso sí, una hora después, señores, fasten your seatbelts, it’s going to be a bumpy night, como diría Margo Channing. Aquel bicho comenzó a sacudirse, bambolearse, traquetear, chirriar y gemir de lo lindo. La madre de las turbulencias durante casi todo el trayecto (o eso me lo pareció). Se cae. No se cae. Ahí vamos pa’bajo, madre de Cristo. Ahora pa’rriba. Menos mal. No sé si las turbulencias tenían que ver con la erupción del Puyehue. Y si tienen que ver, muy mal hecho de su parte.
En Guarulhos, el aeropuerto de São Paulo, también estaba agitada la cosa por culpa del volcán. Río, como Montevideo, estaban cerrados. Y las filas para el check-in eran interminables. Por un momento pensé que perdería la conexión. No fue así.
Casi 20 horas después de salir de casa, aterrizaba en Fortaleza, con la sensación de que había retrocedido en el tiempo y en el espacio y en realidad el avión había aterrizado en el viejo aeropuerto de Grano de Oro, en Maracaibo. El perfil, el horizonte, el skyline de ambas ciudades es curiosamente muy parecido. También el calor, la temperatura de la cerveza y el aire acondicionado. Además del viento, salitroso, arenoso, que barre ambas ciudades. Creo que ya lo escribí antes, la vez pasada.
Ya en el hotel, por las caras demacradas, las expresiones desencajadas de los recién llegados, supe que no fui el único en sufrir los rigores de los atrasos ocasionados por la erupción del volcán. Mientras que los organizadores hacían malabarismos para rescatar a los extraviados, a los perdidos. Definitivamente, corrí con suerte. Habría podido ser peor. Al menos, no estoy varado en alguna sala de algún aeropuerto de quién sabe donde. También pude haber perdido mis maletas. Corrijo: la aerolínea pudo haber perdido mis maletas, como le ha sucedido a un par de colegas argentinos.
En todo caso, alrededor de las 7:00 pm, en el teatro José de Alencar, una hermosa construcción modernista —sí, del mismo estilo y época del Lía Bermudez maracucho—, con balcones de barandas de hierro forjado y sillas Luis XV en vez de butacas (bueno, digo yo que eran sillas Luis XV, aunque en realidad no lo sé a ciencia cierta, pero ya saben a qué tipo de sillas me refiero), se iniciaba la vigésimo primera edición del Festival de Cine Ceará.
El evento lo abrió al presentación del coro de Coelce, la compañía eléctrica de Ceará y lo cerró la película El Coro, de Werner Schumann. En medio, fue homenajeada la actriz brasileña Giula Gam y los niños participantes del taller de animación de La Casa Amarilla, destinado a jóvenes de favelas, mostraron su trabajo y recibieron sus certificados.
Para cerrar la ceremonia y abrir la competencia oficial del festival, Schumann presentó su película, El Coro, una cinta existencial protagonizada por personajes en conflicto consigo mismos.
El coro es un drama que acompaña la vida de algunos personajes durante el ensayo de una orquesta sinfónica en el sur de Brasil. Con sutileza y poesía, la película hace un retrato de la sociedad curitibana, mostrando los conflicto existenciales de cada personaje y de cómo el arte los une en sus diferencias y de cierto modo los redime existencialmente.
Después del evento, la fiesta de rigor. Pero el cuerpo, castigado por los rigores del viaje, pedía clemencia.
Al regresar al hotel comenzaron a entrar los mensajes de nuestros informantes en Mérida. Uno de ellos, daba cuenta de los últimos pronósticos sobre los premios del festival. Ojo, sólo rumores sin confirmar, pronósticos:
- Mejor director, Diego Rísquez
- Mejor Película, El Rumor de las Piedras
- Mejor Actor, Luigi Sciamanna
- Mejor Actriz, Rossana Fernández
- Mejor Montaje y Edición, Reverón
Esperamos que nuestros informantes confirmen la lista. No se aparten de nuestra sintonía.