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El Hombre Invisible, de Leigh Whannel, terror a la nada

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El estudio Blumhouse ha hecho montañas de dinero con películas de terror pequeñas, de medio o bajo presupuesto, con pocas locaciones y personajes, pero armadas a partir de grandes conceptos. Por ejemplo, La Purga transcurre en una noche, básicamente en una sola locación donde se reúne un puñado de personajes. Sin embargo, se apoya en un concepto que vuelve colectiva y totalizadora esa trama tan mínima que raya en lo íntimo.

 El sello Blumhouse está puesto en la premisa de que justamente esa noche, en una suerte de catarsis colectiva, los pobladores de Estados Unidos pueden darle rienda suelta a sus pulsiones más bajas y violentas, sin temer represalias de la justicia a la mañana siguiente.  

 No en vano tienen en su haber la que se considera la película más rentable de la historia del cine (de terror, al menos): Paranormal Activity. Sin contar otros exitazos de taquilla como la franquicia Sinister y el film Split, y sucesos críticos como Whiplash.

Con El Hombre Invisible, que se estrena hoy en las salas de cine, podrían tener ambas cosas. No sólo un hit crítico, sino además un posible éxito taquillero.  

El Hombre Invisible, concepto Blumhouse   

El Hombre Invisible es producto principalmente de dos mandamientos del concepto Blumhouse. Primero, el cambio del punto de vista narrativo, que en este caso se traslada del monstruo a su víctima, Cecilia, interpretado por Elizabeth Moss en una soberbia actuación, de las que cortan el aliento.  

Luego, la mezcla de géneros, lo que permite a los realizadores moverse con fluidez entre la ciencia ficción, el horror, el subgénero de la invasión de hogar o el relato de relaciones conyugales con psicópatas.  

Pero lo cierto es que el film de Whannell exhibe otros signos de la impronta Blumhouse dondequiera. Como el terror en espacios cotidianos y contemporáneos, comprimidos en el encuadre para inducir al agobio claustrofóbico. O la fotografía tenebrosa, que transforma inofensivos hogares suburbanos en asfixiantes habitaciones para albergar el mal.   

O el horror un origen realista, no sobrenatural, que aquí tiene forma de dispositivo tecnológico cuya existencia es perfectamente probable en un futuro no muy lejano. De hecho, de este en particular, ya se han realizado pruebas.    

Durmiendo con el invisible   

Pero esta vez Whannell, quien también firma el guión, añade el factor psicológico, un poco a lo Bryan Yuzna, para hacernos dudar acerca de si lo que vive Cecilia es real o es producto de una mente devastada por la violencia doméstica, física y mental. 

Porque esta nueva versión de El Hombre Invisible comienza donde terminan las anteriores. Con el inventor ya devenido en monstruo, y el artilugio de invisibilidad ya plenamente desarrollado y en funcionamiento.  

De este modo, la trama nos sugiere que la monstruosidad del genio de la óptica interpretado por Oliver Jackson-Cohen no es consecuencia del uso y abuso de su invento, sino lo opuesto. Que ha desarrollado su invento porque ya era un sociópata. 

En este sentido, resulta inevitable pensar en los referentes a los que alude el film de Leigh Whannell.

Los más obvios son el clásico de George Cukor, Gaslight (y que prestó su título para definir el particular mecanismo de abuso psicológico del que Cecilia es victima), Blue Steel de Kathryn Bigelow y Sleeping with The Enemy, de Joseph Ruben. 

Paranoia y kenofobia, Elisabeth Moss en El Hombre Invisible.
Horror vacui  Acaso el mayor logro del film de Whannell sea el uso del vacío como fuente del miedo. Desde otra adaptación célebre de H. G. Wells, La Guerra de los Mundos, es casi convención requerida del género retrasar la visión de la fuente del mal, del monstruo, hasta bien enterado el segundo acto.

Hay quienes han usado la convención de forma magistral, como Spielberg en Tiburón (aunque no porque quisiera, sino porque el tiburón mecánico, que nunca funcionó como debía, lo obligó). Otros, se han rebelado a la convención con resultados aterradores. Como Bong Joon Ho en El Huésped. 

Típico de Blumhouse, Whannell le da un giro ingenioso a la convención, con puestas y angulaciones de cámara que convierten a los espectadores en mirones, víctimas y abusadores alternativamente. 

Pero son aquellos encuadres sin personajes, casi de documental arquitectónico –por algo Cecilia, la protagonista, es arquitecto–, que sugieren una presencia maligna que no vemos, los que resultan más angustiantes.  

Nunca antes un encuadre vacío, carente incluso de sonido, indujo tanto al miedo a las audiencias. 

Trabajando dentro de las restricciones creativas de la factoría Blumhouse, Leigh Whannell ha conseguido armar una pequeña joya de la ciencia ficción y el terror psicológico, completamente inesperada en su género. 

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