Desde hace algunos días no dejo de pensar en la muerte de Hollywood.
Días atrás, fui al cine. Hacía tiempo que no lo hacía. Y no porque no quisiera, sino por muchas otras razones. Tengo en casa más de 200 películas por ver y muy poco tiempo para hacerlo. Así que últimamente le he dado prioridad a la tarea de reducir la cola de espera.
No fue la experiencia más agradable, debo confesarlo. No fueron sólo las cotufas (popcorn o palomitas de maíz) con mantequilla rancia, sino además la desazón que nos causó aquella película. Una de las cintas más esperadas de la temporada tenía un guión completa y absolutamente incomprensible, con largas conversaciones de personajes sentados en oficinas de diseño, recitando un galimatías enrevesado sobre acciones, operaciones bursátiles, fusiones empresariales y campañas de mercadeo que en nada tenían que ver con la trama. ¿Me creerían si les dijese que se trataba una película infantil?
Más que escenas, parecían minutas visuales de meetings de negocios. “Escribe sobre lo que conoces”, el viejo axioma se manifestaba aquí con una cruel ironía: se veía a leguas que los involucrados en aquella película pasaban tanto tiempo en reuniones que eso era todo lo que conocían.
No me quedó la menor duda de que directores, guionistas y productores se habían visto obligados a poner en el guión toda esa jeringonza corporativa con el único propósito de adular a los (hombres de) trajes, a los ejecutivos del estudio, para ver realizado el proyecto. No era una película para el público en general y mucho menos para el público infantil, sino para los ejecutivos, para los jefazos que le darían el visto bueno y la luz verde al proyecto.
En mi opinión, la cinta era un signo de un sistema cuya única razón de ser y existir ya no era la de hacer películas, sino la de perpetuarse a sí mismo. Sé que esto seguramente debe tener un nombre, pero no lo sé. Algo parecido, pero aplicado a la excesiva burocratización del Estado, jugó un papel clave en el desmembramiento y derrumbe del bloque socialista a finales de los años 80 y principios de los 90. Y en la escandalosa quiebra de Enron, para citar un ejemplo del mundo privado.
Si a lo anterior sumamos la recesión económica por la que atraviesan los Estados Unidos, las pérdidas millonarias de la huelga de guionistas (y las pérdidas que habrá, en el caso de llegarse a concretar la de los actores), los altos precios del petróleo, el descenso en el valor del dolar y éxodo de los artistas estadounidenses hacia otros países en busca de fuentes de financiamiento, puestos de trabajo y mayor libertad creativa; el panorama resultante es todo menos halagador. La muerte de Hollywood pareciera estar a la vuelta de la esquina.
Si yo fuese uno de esos grandes distribuidores o exhibidores dependientes de los estudios estadounidenses, no estaría brincando de alegría, precisamente. ¿Estamos antes del inicio del fin?